Psicológicamente, el sujeto al que nos referimos es un sujeto concebido como un toroide fractal.
Un sujeto único atravesado por la palabra, un sujeto que deviene sujeto
cuando es barrado por el lenguaje, un sistema que lo trasciende y lo
posee. El lenguaje y sus grafos, las letras, forman y transforman al
sujeto. Para su análisis, y sólo para su estudio y comprensión, es
necesario visualizar al sujeto como hecho de dos partes: la esencia y la
personalidad.
La esencia es, literalmente, la
capacidad del código genético de embonar con la fractalidad del
universo. El término personalidad proviene del latín personae que
significa ‘máscara’. La personalidad tiene la función de “filtrar” los
contenidos que han de ser asimilados por la esencia. La personalidad es
el límite de nuestro ser y como todo límite sano debe tener las
siguientes características: que sea móvil, que pueda cambiar de lugar;
que sea flexible, o sea, no rígido, sino que fluya en base a lo que la
realidad siempre cambiante demanda, y por último, que sea poroso y por
ello filtre lo que es útil para el interior. Un ejemplo de la noción de
límite es la piel humana. Nuestra piel sirve como límite del cuerpo
celular, pero no es un límite rígido, sino que la piel es elástica,
móvil y porosa. Por ejemplo, cuando hacemos ejercicio, los poros de la
piel se abren para dejar salir toxinas y materiales fuera del cuerpo, o
cuando nos damos un baño con agua caliente y los poros están abiertos,
el agua y sus recursos externos nos sirven como nutrientes. El biólogo
estadounidense B. Lipton habla de la inteligencia de la célula,
enfocando sus mayores capacidades en los receptores que tiene la membrana celular, es decir, en la habilidad de la célula para detectar los nutrientes que son benéficos para ella o los que no.
Un virus buscará entrar al núcleo
celular, primero filtrándose por la membrana viendo aquellos registros
de frecuencias de onda de la que carezca. Por ello, entre más armónico
sea el arreglo de las frecuencias de una célula, más sana la podemos
considerar. De la misma forma que la personalidad humana es idealmente
un filtro que debe ser capaz de recibir la mayor cantidad de estímulos
del exterior, pero sólo interiorizar aquellos estímulos que nutren el
ADN. Es en los límites -piel, membrana celular, recubrimiento de órganos
o sistemas, etc.- donde encontramos la renovada experiencia de
introyectar ordenadamente la realidad externa.
La Psicología, con sus múltiples
aproximaciones de estudio, se centra o en el estudio de la personalidad o
en el de la esencia. Algunas corrientes psicológicas buscan determinar
si el sujeto posee una verdadera o una falsa personalidad: una máscara
que le permita al sujeto vivir en sociedad y manifestar ciertos
criterios de normatividad o, por el contrario, que su falsa
personalidad, su coraza, no le permita vivir socialmente de una manera
benéfica para sí y su entorno. La mayoría de las terapias occidentales
creadas en el siglo pasado están centradas en el cambio, en la
reprogramación y observación de la personalidad mientras que Oriente se
ha especializado por miles de años en el desarrollo de las capacidades
de la esencia. En la actualidad, esta línea se desdibuja ofreciéndonos
un panorama más rico para el estudio tanto de la personalidad como de la
esencia del ser humano. En Oriente y Occidente surgen con mayor fuerza y
profundidad terapias focalizadas a la comprensión de las capacidades
humanas contenidas en el código genético y en el ensanchamiento del
rango de percepción sensorial, propio de una personalidad entrenada para
expandir la conciencia total del sujeto: una conciencia hacia adentro y
hacia afuera, simultáneamente, para crear fractalidad entre la realidad
interior y la realidad exterior.
Nuestro rango de percepción sensorial
determina el universo en el que vivimos. Nuestros sentidos captan un
rango de las ondas del espectro electromagnético. Nuestros ojos, por
ejemplo, captan cierto rango de frecuencias que nos permite distinguir
los colores; nuestros oídos captan, en el mismo espectro
electromagnético, otro rango de ondas. Lo mismo sucede con el tacto o
con el olfato. Podemos comprender, así, que nuestros órganos de
percepción captan relaciones proporcionales como una fuente de
percepción geométrica.
La realidad como la conocemos podemos
observarla en dos manifestaciones muy concretas: la realidad objetiva y
la realidad subjetiva. Ambas complementarias en un proceso que va más
allá de lo dialéctico en un continuo proceso toroidal. Un proceso donde
lo de “adentro” pasa a ser parte de lo de “afuera” y viceversa. En este
momento, si observamos a nuestro alrededor, nos podemos dar cuenta de
que eso que está “afuera” de uno, de alguno de nuestros cuerpos,
mediante un proceso de introyección puede pasar a estar “adentro” de lo
que consideramos nuestro yo. En nuestro propio cuerpo celular, la
realidad humana más inmediata, ocurren procesos de realidad subjetiva,
es decir, un pensamiento no ocurre en abstracto, necesita de un
mecanismo físico para suceder.
El mundo psíquico o la realidad interior
no es otra cosa sino la realidad subjetiva que ocurre en nuestro
cuerpo. Pero si estudiáramos lo que sucede en esa realidad aparentemente
subjetiva, nuestras emociones y pensamientos encontraríamos una
realidad objetiva muy concreta. Es decir, a cada pensamiento le
corresponden enlaces neuronales específicos, a cada emoción le
corresponden cierta liberación de sustancias químicas, como
segregaciones endocrinas o de ciertos neurotransmisores. Visualicémoslo
como algo similar a las capas de una cebolla. La diferencia es que entre
cada una de las capas, entre la realidad subjetiva y la realidad
objetiva, en sus diferentes niveles hay un espacio, un hueco, un vacío.
Ocurre lo mismo hacia afuera del cuerpo,
en esa realidad objetiva, el lugar donde se leen estas líneas. Si
avanzamos a un siguiente nivel de realidad, encontraríamos que eso tan
objetivo se vuelve subjetivo. Conforme ensanchamos el nivel de conciencia
podemos hacer de la realidad externa objetiva una realidad subjetiva y
“pensar” o “sentir” el universo exterior como si fuéramos nosotros
mismos. Bien se dice que nuestro mundo es un “pensamiento” del universo.
Cuando el Otro soy Yo, se ha logrado ensanchar el propio rango de
percepción y lograr así ensanchar el rango de conciencia.
El ser humano desde su perspectiva
psicológica y geométrica lo concebimos como un toroide fractal que puede
realizar dos movimientos sobre su propio eje: un movimiento implosivo y
otro explosivo. La implosión es un proceso que implica llevar, de
afuera hacia adentro, un objeto, succionando, tragando la realidad
exterior y llevándola hacia el centro.
La implosión va del caos al orden, de la
zona limítrofe al punto cero. Esta parte del movimiento implosivo la
podemos visualizar como una trompeta o un cono, por donde discurre el
exterior hacia el interior. Es un movimiento asociado a la
característica femenina, el Yin en la filosofía taoísta. Crear puntos de
implosión es crear puntos de atracción, la implosión cierra, termina un
ciclo.
El otro movimiento, inextricablemente
ligado a la implosión, es la explosión. El ir de adentro hacia afuera es
atribuible a lo masculino, el Yang en el taoísmo. La explosión va del
orden hacia el caos, del punto cero hacia la zona limítrofe, buscando
abarcarlo todo, vivir toda experiencia. Es un movimiento de apertura
hacia lo nuevo, de conquista de nuevos e insospechados territorios. Por
supuesto, no puede darse un movimiento sin el otro, ésta es la base de
toda relación en el universo. A mayor implosión, mayor explosión.
Cualquier forma de onda, esto es, cualquier experiencia humana, recorre
el camino toroidal de inicio explosivo y fin implosivo.
El proceso de movimiento toroidal en la
vida consiste en implotar la información (in-formación: forma dentro
de), las geometrías y sus energías del exterior hacia el interior, y
antes de hacer la explosión, irradiarlas en todas las direcciones. Esto
es capital cuando vemos el crecimiento de cualquier ser vivo en la
Naturaleza. No es una construcción de arriba hacia abajo o de izquierda a
derecha como lo podría proponer nuestra lógica simplista, sino que es
una irradiación hacia todas direcciones desde un centro, desde el punto
cero.
Todos los objetos y sujetos pasan por
una serie de estadios, y en el proceso median una serie de conflictos
asociados al paso de cada etapa. Ahora bien, cuando el conflicto se
resuelve, se pasa a un estadio superior, pero no en el sentido de que
está más arriba del anterior, sino que tiene mayor inclusividad armónica
de las diferencias con respecto al anterior, es un toroide más amplio,
que comprende una realidad mayor.
A esta resolución se le llama síntesis:
la tesis y la antítesis se resuelven en la síntesis, que da lugar a una
nueva tesis y por ende a una nueva contradicción. Una crisis es una
etapa de cambios profundos y en un periodo muy corto de tiempo. La
adolescencia, como una etapa de crisis, es el cambio de la niñez a la
adultez. En esta etapa de crisis, el espíritu humano busca incorporar
nuevos elementos antes contradictorios en una plataforma de vida más
amplia. Por ejemplo, varios psicólogos han hablado de etapas de
desarrollo psíquico en el ser humano, cada uno propone diferentes edades
y conflictos a resolver. S. Freud hablaba de cinco etapas del
desarrollo psicosexual -oral, anal, fálica, latencia y genital-,
mientras que el médico alemán E. Ericsson propuso varias etapas del
desarrollo psicosocial de la persona, diciendo que entre cada etapa, se
vive un periodo de crisis donde se decide si la etapa anterior fue
incorporada adecuadamente o las ambigüedades inherentes a esa etapa no
fueron resueltas, ocasionando rasgos de inmadurez en el sujeto. El
biólogo y psicólogo experimental suizo J. Piaget, por otra parte,
hablaba de estadios del desarrollo intelectual cognitivo del ser humano y
propuso cuatro etapas básicas.
Por lo tanto, el sujeto es la suma
fractal de las capas anidadas de todas las etapas de su vida. Aunque
haya atravesado físicamente la niñez, la pubertad o la primera adultez,
siempre tendrá estos períodos como referente psíquico, como toroides
anidados en su propio campo geométrico. Por ello, en Psicogeometría, se
puede trabajar con las formas almacenadas en esos campos para reformular
la información contenida y brindar nuevas formas que asimilen la
contradicción no resuelta.
El proceso de cambio cualitativo en el sujeto surge por la acumulación de inconsistencias cuantitativas. Tanto soportó una persona que la agredieran, que se acumularon sus emociones y rebasaron su zona limite del toroide para convertirse en un cambio cualitativo, por ejemplo, alejarse del agresor. O un pueblo que soporta la miseria y explotación de sus opresores hasta que llega un momento, donde es tal la cantidad de opresión, que deviene un alzamiento social que cambia la forma en la que se vive la relación: deviene un cambio cualitativo.
El proceso de cambio cualitativo en el sujeto surge por la acumulación de inconsistencias cuantitativas. Tanto soportó una persona que la agredieran, que se acumularon sus emociones y rebasaron su zona limite del toroide para convertirse en un cambio cualitativo, por ejemplo, alejarse del agresor. O un pueblo que soporta la miseria y explotación de sus opresores hasta que llega un momento, donde es tal la cantidad de opresión, que deviene un alzamiento social que cambia la forma en la que se vive la relación: deviene un cambio cualitativo.
En la enseñanza básica generalmente se
nos mostró un modelo del átomo similar al modelo planetario, donde los
electrones giraban en torno al núcleo atómico, formado de protones y
neutrones. Sin embargo, las investigaciones del físico estadounidense R.
Gauthier sobre el modelo cuántico trasluminal del electrón demuestran
que el electrón no gira en elipses en torno al núcleo atómico como
generalmente se concibe, sino que se acerca al núcleo atómico haciendo
un giro en espiral (¡trazando un toroide!).
Ahora regresemos al estudio del ser
humano. La personalidad puede convertirse en “falsa” personalidad cuando
la función de la máscara se torna, lejos de filtrar lo necesario para
la esencia, en protección. La actitud psicológica que sustenta la falsa
personalidad es la actitud de miedo. En el universo psíquico, hay dos
grandes direcciones de movimiento: el miedo o el amor. El científico y
psicólogo W. Reich llamaba las corazas caracteriológicas a las tensiones
profundas que salvaguardan la trama de experiencias personales del
individuo y lo protegen del exterior, del dolor que le implicó vivir tal
o cual experiencia, modificándole su forma de actuar en el mundo. Son
armaduras que nos protegen del exterior y nos permiten, en un momento de
peligro, sobrevivir.
El problema es que la falsa personalidad
no responde a la voluntad, está desarticulada del propósito de la
esencia humana. A la falsa personalidad se le conoce como ego en su
connotación negativa, aunque el ego como tal no es sino la personalidad
misma. El ego se gesta como una especie de apéndice de conciencia ajeno a
la voluntad del Ser. La falsa personalidad, el cúmulo de
condicionamientos sociales y familiares que se contrapone a los deseos
de la esencia, son quienes no permiten que el Ser se manifieste y se
realice. Y la realización implica la fractalidad, es decir, que la
realidad subjetiva y la realidad objetiva estén hermanadas por
geometrías de alta fractalidad.
Esta falsa personalidad protege de las
adversidades del mundo exterior creando un mundo interior falto de los
nutrientes esenciales para poder desarrollar las capacidades contenidas
en la esencia. Imaginemos que es como un juego de llaves y cerraduras.
Si la forma, la geometría, no es la adecuada, simplemente no se embona y
no se puede abrir la cerradura. Es como tener un manojo de llaves que
se corresponden con distintas puertas, y está en nosotros tener la
capacidad de saber cuál llave abre el camino hacia la verdadera
personalidad, y saber distinguirla de aquella llave que abre la
cerradura hacia la “falsa” personalidad. Se ha demostrado
científicamente que el ADN es un emisor-receptor de ondas, literalmente
se “traga” o implota la capacitancia de carga, o sea, la energía del
exterior. Todos los estímulos que son captados por los cinco sentidos
básicos y los veinticinco sentidos aleatorios en el ser humano nutren al
ADN sólo si la personalidad deja de ser falsa y se vuelve una
personalidad verdadera o sana.
El conocimiento
de uno mismo, si es profundo, se transforma en trabajo interno, en
trabajo de Sí. Ello implica transformar, cambiar la geometría de la
falsa personalidad y rediseñar una verdadera personalidad. Escoger qué
aspectos del mundo exterior pueden llegar a nutrir nuestra esencia. Hay
ciertos estímulos, producto de manifestaciones sociales, culturales y
familiares, que son alimento para el alma, el arte, la música sacra, la arquitectura sustentable,
la naturaleza misma; pero hay otros, como el miedo o la discriminación,
amplificados por algunos medios de comunicación, la arquitectura
invasiva, la psicología de consumo, en síntesis, el neoliberalismo mismo
que no hace sino engordar el falso ego. La esencia busca realizar al
individuo y desde su claridad compartirse; la falsa personalidad, el
ego, busca el individualismo para desde su sentimiento de omnipotencia
acumulativa acaparar y desvincularse de su entorno y del verdadero mundo
interno.
Extracto del libro “El Poder de la Vida en la Geometría
Sagrada y la Arquitectura Biológica” de Arturo Ponce de León y Ninón
Fregoso.
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