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Hace unos días, encontré por casualidad
mis notas de séptimo de EGB. En una sola evaluación, suspendía siete de
diez materias. En Lengua Castellana y Literatura, obtenía un “Muy
deficiente”, una calificación que se repetía en Matemáticas, Ciencias
Naturales y Pretecnología. En esas fechas, yo tenía 13 años y era un
chaval rebelde, indisciplinado, ferozmente inadaptado y reacio a
cualquier forma de autoridad. Corría el año 1976 y estudiaba en un
colegio de curas. Podría atribuir los mediocres resultados al sistema
educativo de la España tardofranquista, pero mentiría. Simplemente,
odiaba la escuela. Cuando años más tarde, me convertí en profesor de
filosofía, descubrí que mi odio no había desaparecido y que la escuela
sólo era una estructura opresiva concebida para matar el espíritu.
Algunos se preguntarán por qué he ejercido la enseñanza durante dos
décadas. Podría responder con cinismo, alegando que necesitaba el
dinero, pero no sería sincero. Me gustaba el contacto con los jóvenes y
disfrutaba enseñando. Eso sí, hice todo lo posible por desviarme de las
consignas de la Administración, evitando los exámenes y propiciando los
debates, la lectura y el inconformismo. No sé si conseguí gran cosa,
pero al menos experimenté la sensación de actuar como un piloto de
combate que decide arrojar sus bombas sobre el Estado mayor que le ha
enviado a masacrar a la población civil.
La escritora y activista política Eva
Forest nació en el seno de una familia catalana de convicciones
anarquistas. Sus padres opinaban que la escuela era una institución
represiva y resolvieron educarla en casa, sin imponerle nada y
respetando esa curiosidad espontánea que poseen todos los niños. No pisó
un aula hasta el final de la guerra civil. Tal vez eso explica su
trayectoria posterior, caracterizada por la conciencia revolucionaria y
el compromiso con los pueblos aplastados por las dictaduras y el
imperialismo. No está de más recordar que el anarquismo se caracterizó
por su vocación pedagógica. Al igual que Rousseau, entendió que el
hombre nace libre, pero la sociedad se precipita a encadenarlo para
reducirlo a esclavitud y servidumbre. La escuela tradicional desdeña la
sensibilidad y la creatividad. Su punto de partida es el pesimismo
antropológico: el ser humano es malo por naturaleza y sólo la autoridad,
la disciplina y la obediencia pueden erradicar su perversidad. La
pedagogía libertaria se opone a esa interpretación, pues entiende que su
intención de fondo es imponer las ideas de las clases dominantes. La
escuela no debe ser un instrumento de represión, sino el lugar donde se
hace efectiva la libertad individual y se adquiere una conciencia
insobornable, que no transige con la arbitrariedad, la intolerancia y la
injusticia. La Escuela Moderna de Francisco Ferrer i Guardia es un
ejemplo de pedagogía libertaria. Promovía una enseñanza libre, laica y
plural. Su objetivo era el desarrollo integral del niño, respetando su
peculiaridad y fomentando una convivencia solidaria. Acusado de instigar
la Semana Trágica de Barcelona, Ferrer i Guardia fue fusilado el 13 de
octubre de 1909 en el castillo de Montjuic, pese a no mantener ninguna
relación con los hechos. No se le mató por conspirador, sino por
encarnar la posibilidad de una enseñanza alternativa, libre de la tutela
de la Iglesia católica y el Estado.
León Tolstoi también suscribió las teorías de la pedagogía libertaria. Fundó la escuela de Yásnaia Poliana
inspirado por la idea de que “el ser humano sólo puede llegar a ser
feliz, ayudando a los demás”. Su utopía pedagógica mezclaba pacifismo,
anarquismo, vegetarianismo y cristianismo primitivo. Sólo una escuela
libre, popular, abierta y sin distinción de sexos ni clases sociales,
puede librar a la humanidad de vivir esclavizada por la barbarie
capitalista. Tolstoi escribió un diario que refleja su experiencia como
maestro. De entrada, descarta toda idea preconcebida, pues entiende que
debe adaptarse a sus alumnos, preservando a cualquier precio su
espontaneidad. La asistencia no es obligatoria, no hay exámenes y el
papel del maestro debe limitarse a despertar el interés por las artes y
las ciencias. No hay que preocuparse por la algarabía y el desorden,
pues son dos rasgos típicos de la infancia y no hay nada perverso en
esas inclinaciones. La misión del maestro es ayudar a los alumnos a
descubrir su propio camino, sin condicionar su elección ni dañar su
autoestima. Es un simple guía y no un juez que alecciona y sanciona. Es
evidente que en los tiempos actuales ninguna escuela contrataría a
Tolstoi como profesor y si por azar hubiera llegado a ejercer la
docencia, no habría tardado en ser expedientado y expulsado del cuerpo,
alegando que incumplía los programas y no mantenía la disciplina. No hay
que extrañarse. La escuela de Yásnaia Poliana fue cerrada por
el gobierno zarista, pues advirtió que constituía un riesgo para el
poder autoritario. Ese mismo temor pervive en nuestros días.
En
el principio del siglo XXI, la escuela sigue desempeñando una función
represiva. Las famosas programaciones oficiales y las pruebas o
evaluaciones externas (reválidas, selectividad, controles de calidad)
sólo son una herramienta al servicio de una sociedad unidimensional,
donde el individuo vive bajo la coacción del poder político y
financiero, que divide a la humanidad en capital variable (o fuerza de
trabajo, con un coste oscilante) y seres improductivos, abocados a la
pobreza, la exclusión y la marginación. ¿Acaso todos han olvidado las
analogías entre la escuela, el manicomio y la cárcel apuntadas por
Deleuze, Foucault y Alice Miller? ¿Nadie recuerda que las escuelas
imitan el modelo de la fábrica, con pupitres alineados, donde el
trabajador realiza una tarea mecánica y embrutecedora? ¿No es inhumano
obligar a los alumnos a adoptar una posición pasiva de escucha,
asimilación y reproducción de contenidos? ¿Acaso lo soportaría un
adulto? ¿Por qué no se adopta un modelo asambleario basado en la
autogestión? ¿Tal vez porque resulta inaceptable en el marco de una
empresa, donde la libertad y los derechos del trabajador son
irrelevantes? Al ser interrogado sobre las analogías entre la escuela,
el manicomio y la cárcel, Foucault responde: “…no se puede decir que hay
analogía, hay identidad. […] Es interesante ver que, hasta cierto
punto, dirigen su rebeldía en una misma dirección los enfermos de los
hospitales psiquiátricos, los presos en sus cárceles, los escolares en
sus institutos. Llevan a cabo una misma revuelta, en cierto sentido,
porque se rebelan contra el mismo tipo de poder”. (Michel Foucault, Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones,
1981). En los años ochenta, se empezó a hablar de educar en la libertad
y para la libertad. En España, se acometieron ciertas reformas,
intentando transformar al maestro en educador, pero casi ningún profesor
aceptó ese papel y la gran mayoría hizo todo lo posible para boicotear
la reforma. La contrarreforma no tardó en llegar, con un nuevo lema:
“Cultura del esfuerzo”, una consigna que apareció acompañada con las
nociones de mérito y excelencia. Las recientes huelgas de profesores no
surgieron para protestar por el regreso a una enseñanza elitista, sino
por las bajadas salariales impuestas por la crisis y por el aumento del
número de alumnos por aula, que acarrea una carga de trabajo
insostenible. Nunca he oído una voz crítica contra el sistema. Durante
dos décadas de evaluaciones, pasillos y charlas de cafetería, sólo he
escuchado a profesores quejándose de sus alumnos, con los mismos
argumentos de generaciones anteriores: “Son unos vagos, unos
maleducados, unos insolentes, unos maleantes. Muchos acabarán en la
cárcel”. Para sostener ese discurso, una parte notable del profesorado
reinventaba su pasado, atribuyéndose un comportamiento ejemplar (e
ilusorio) durante su etapa estudiantil: “Jamás me expulsaron del aula,
nunca hice novillos, aprobaba todo con sobresalientes”. Los alumnos no
hablaban mejor de sus profesores y no puedo recriminárselo, pues eran el
escalón más bajo en el engranaje de la escuela. Me pregunto si alguna
vez alguien se ha planteado que el sistema educativo está diseñado como
un escenario de confrontación. Es imposible una convivencia armónica y
mutuamente enriquecedora, cuando el trabajo del docente consiste en
vigilar, clasificar y castigar. Muchos alumnos se rebelan, a veces con
una actitud nihilista y sin una conciencia clara de los motivos de su
malestar, y muchos profesores lamentan que hayan desaparecido los
castigos físicos, a veces con tono irónico, pero con una sincera
nostalgia reprimida por los convencionalismos sociales.
Al
igual que algunos corredores de Fórmula 1, yo finalicé la EGB y el BUP
con increíbles remontadas. Salvo las inevitables citas de septiembre con
las matemáticas, pasé curso tras curso y entré en la universidad. En la
Facultad de Filosofía, las cosas me marcharon mejor, pues mi expediente
académico me permitió acceder a una beca de formación de personal
investigador. Más tarde, aprobé las oposiciones de instituto con el
número uno, obteniendo unas calificaciones que me situaban a milésimas
del 10. No estoy utilizando una licencia poética, sino un hecho que
puede constatarse en el Boletín Oficial de la Comunidad de Madrid de
2000. ¿Significa esto que fui un adolescente irresponsable y un joven
estudioso y trabajador? En absoluto. Simplemente, me adapté al sistema
por miedo a la exclusión social. Durante mis años de docente, intenté
seguir el consejo de Foucault: “En la medida en que el secreto es una de
las formas importantes de poder político, la revelación de lo que
ocurre, la denuncia desde el interior, es algo políticamente
importante”. La fórmula es buena, pero inaplicable cuando todos tus
compañeros actúan como una horda que se refuerza mutuamente mediante el
odio hacia el enemigo, que en este caso es el alumno. No soy un ingenuo.
No creo que los alumnos sean el buen salvaje de Rousseau. Muchos llegan
a la escuela con la cabeza llena de prejuicios racistas, machistas y
homófobos, casi siempre sembrados por esos padres que reclaman en
exclusividad el papel de educadores. La tensión entre profesores y
alumnos siempre hace más daño a los más vulnerables. He trabajado con
docentes que sufrían alguna discapacidad física o que simplemente eran
tímidos o inseguros. Puedo testificar que han padecido un infierno en el
aula, soportando toda clase de agravios. Los alumnos con discapacidades
también sufren las befas de sus compañeros o, sencillamente, un
doloroso aislamiento. Recuerdo a una niña de doce o trece años con
parálisis cerebral que pasaba el recreo en un rincón, sin que nadie se
acercara a hablar con ella. Incluso presencié cómo dos alumnos le
propinaban golpecitos en la silla de ruedas para provocarle un
“gracioso” espasmo. Un sistema diabólico produce conductas diabólicas y
la escuela sólo es el reflejo de una sociedad cruel, desigual y
profundamente insolidaria.
La mayoría de los profesores no son
conscientes de su verdadera función social o no les molesta. De hecho,
algunos están encantados con haber sido investidos con la condición de
autoridad pública, convirtiéndose en colegas de los energúmenos que
apalean con la misma saña a indignados, antisistema o agitadores de la
marea verde. Las voces críticas son minoritarias y suelen acallarse
mediante represalias de la Administración o cuadros de acoso laboral, a
veces promovidos por sus propios compañeros. En los últimos tres años,
la caza de brujas se ha incrementado hasta niveles insospechados, con
expedientes, cambios de destino o intimidaciones verbales. La inspección
y los equipos directivos han sido depurados y reemplazados, con la
intención de neutralizar cualquier forma de protesta o disidencia. La
crisis económica ha provocado una oleada de indignación que ha
incendiado las mentes. Políticos y banqueros se han convertido en el
blanco de las críticas. No deberíamos olvidar el papel que han
desempeñado los maestros en esta trágica mojiganga, ayudando a construir
una sociedad apática y resignada.
RAFAEL NARBONA
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