Qué mejor otros se encarguen, nosotros no queremos saber.
Al “Chino Elías” que partió antes.
“¿De donde viene lo que comemos?” pregunta K.B. Wilson presidente del Christensen Fund, una organización privada que pugna por el cuidado de la diversidad biológica y cultural.
Responde el mismo:
“la mayoría de la gente no sabe ya meterle mano al suelo, sino que se especializa en curar con microondas objetos muertos que saca del refrigerador”.
Una de las grandes tragedias de nuestros días es, sin duda, este desapego por lo que en alguna ocasión fue un acto íntimo y sagrado.
Comer ha sido, hasta hace poco, el motivo de nuestro trabajo y también el proceso nucleador de la familia y, por extensión, de la sociedad.
Hoy, en estos tiempos de la agricultura y la ganadería industriales, comer se ha vuelto un acto utilitario y forzado.
Cada quien come lo que la tele le dice que le debe gustar en el momento que le conviene.
La comida a menudo sale de un empaque en una forma que nada tiene que ver con lo que fue en vida.
En su ensayo “Comer nos hace humanos”, el historiador británico Felipe Fernández Armesto nos dice como la desocialización de la comida es una amenaza mayúscula.
La fragmentación de un ritual tan antiguo como nuestra especie, aunado al consumo de lo que Michael Pollan llama “sustancias parecidas a la comida”, son quizá las razones detrás de la epidemia de obesidad en la que estamos hundidos.
Un restaurante de comida rápida pletórico de comensales es una derrota de la sociedad.
Es un local lleno de gente sola, desocializada, comiendo azúcar y grasa a puños.
El susto de la gripe porcina -y el desastre que tenemos pendiente con la gripe aviar- son resultado directo de la lejanía entre nosotros y lo que comemos.
El pollo -o la vaca, o el cerdo, o el brocoli- sale ya muerto del refrigerador.
No somos capaces de ver la forma en que dicho pollo -o vaca, o cerdo, o brócoli- fue criado, sacrificado, procesado y transportado.
Qué mejor otros se encarguen, nosotros no queremos saber.
Esa negación activa a responsabilizarnos de lo que comemos es lo que ha permitido la proliferación de estas instalaciones atestadas, infernales, insalubres, contagiosas y contaminantes que aséptica y eufemísticamente llamamos “establos”, “gallineros”, “corrales” o “granjas porcinas”.
Nuestro consumismo, guiado por la publicidad y la desidia, hace que permitamos esta disociación letal entre nosotros y lo que comemos.
Quizá esta sea la disfunción definitoria de nuestra era.
La disfunción que terminará con nuestra civilización.
A menos, claro, que volvamos los ojos a nuestro plato y decidamos que ya es hora de volver a comer comida y no sustancias que se le parecen.
Comida real, sana, preparada lentamente y con cariño.
Lo que resulte será mejor no sólo para nosotros y el planeta.
Será también una experiencia sensual, llena de exquisitos sabores.
Tan distante como el cielo de la tierra.
Tan lejana como los años luz que caben entre una tortilla de maíz y un pedazo de cartón insípido, elaborado con Maseca.
fvaldes@nazasvivo.com
Al “Chino Elías” que partió antes.
“¿De donde viene lo que comemos?” pregunta K.B. Wilson presidente del Christensen Fund, una organización privada que pugna por el cuidado de la diversidad biológica y cultural.
Responde el mismo:
“la mayoría de la gente no sabe ya meterle mano al suelo, sino que se especializa en curar con microondas objetos muertos que saca del refrigerador”.
Una de las grandes tragedias de nuestros días es, sin duda, este desapego por lo que en alguna ocasión fue un acto íntimo y sagrado.
Comer ha sido, hasta hace poco, el motivo de nuestro trabajo y también el proceso nucleador de la familia y, por extensión, de la sociedad.
Hoy, en estos tiempos de la agricultura y la ganadería industriales, comer se ha vuelto un acto utilitario y forzado.
Cada quien come lo que la tele le dice que le debe gustar en el momento que le conviene.
La comida a menudo sale de un empaque en una forma que nada tiene que ver con lo que fue en vida.
En su ensayo “Comer nos hace humanos”, el historiador británico Felipe Fernández Armesto nos dice como la desocialización de la comida es una amenaza mayúscula.
La fragmentación de un ritual tan antiguo como nuestra especie, aunado al consumo de lo que Michael Pollan llama “sustancias parecidas a la comida”, son quizá las razones detrás de la epidemia de obesidad en la que estamos hundidos.
Un restaurante de comida rápida pletórico de comensales es una derrota de la sociedad.
Es un local lleno de gente sola, desocializada, comiendo azúcar y grasa a puños.
El susto de la gripe porcina -y el desastre que tenemos pendiente con la gripe aviar- son resultado directo de la lejanía entre nosotros y lo que comemos.
El pollo -o la vaca, o el cerdo, o el brocoli- sale ya muerto del refrigerador.
No somos capaces de ver la forma en que dicho pollo -o vaca, o cerdo, o brócoli- fue criado, sacrificado, procesado y transportado.
Qué mejor otros se encarguen, nosotros no queremos saber.
Esa negación activa a responsabilizarnos de lo que comemos es lo que ha permitido la proliferación de estas instalaciones atestadas, infernales, insalubres, contagiosas y contaminantes que aséptica y eufemísticamente llamamos “establos”, “gallineros”, “corrales” o “granjas porcinas”.
Nuestro consumismo, guiado por la publicidad y la desidia, hace que permitamos esta disociación letal entre nosotros y lo que comemos.
Quizá esta sea la disfunción definitoria de nuestra era.
La disfunción que terminará con nuestra civilización.
A menos, claro, que volvamos los ojos a nuestro plato y decidamos que ya es hora de volver a comer comida y no sustancias que se le parecen.
Comida real, sana, preparada lentamente y con cariño.
Lo que resulte será mejor no sólo para nosotros y el planeta.
Será también una experiencia sensual, llena de exquisitos sabores.
Tan distante como el cielo de la tierra.
Tan lejana como los años luz que caben entre una tortilla de maíz y un pedazo de cartón insípido, elaborado con Maseca.
fvaldes@nazasvivo.com
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